Vivió los últimos meses encerrado en una cárcel de mármol negro, sin ninguna rendija por la que pudiera colarse la luz. Oía constantemente voces en un extraño idioma que jamás había oído antes, pero por el tono de todas y cada una de ellas podía averiguar que se trataba de guerreros, tal vez mercenarios, tal vez caballeros de alguna orden.
Solo podía pensar en aquella llama que se encendió días antes de su captura, aquella que le causaba una sensación de inevitable desesperación, una llama cuyo calor sentía cada vez más intenso y que amenazaba con quemarlo. Se había sentido siempre orgulloso de ignorar las provocaciones de las muchachas de su ciudad, de ser inmune al incesante revoloteo de jóvenes y hermosas damas que aún nada sabían de los estragos que causarían en los corazones de algunos de sus paisanos. Pero llegó el momento en que una de ellas, una muy especial, se coló en lo más profundo de su ser para visitarlo en sueños y acosarlo en sus horas conscientes. No había otra cosa que lo mantuviera vivo en ese lugar, ni siquiera las tres comidas que le proporcionaban sus captores al día (no tenían otra opción, pues él era un preso muy valioso del que más adelante pretenderían obtener información acerca de sus habilidades, pero eso no lo preocupaba) se podían considerar vitales para su ser, sino esa llama que tan presente se hallaba, tanto como la oscuridad en la que se encontraba.
Una noche (o lo que el tomaba como tal, teniendo en cuenta las comidas que le iban entregando y suponiendo que seguían un horario) se encontró a sí mismo en la habitación, pero ahora no había nada de oscuridad, sino que la estancia se hallaba completamente iluminada, pero extrañamente separada de él por unos etéreos muros que intentó atravesar pero sin éxito. Apoyó su mano sobre la cara opuesta a su yo dormido y se concentró.
De repente, otra vez en oscuridad, comenzó a ver una grieta atravesada por una cegadora y blanca luz en frente de sí....
domingo, 22 de junio de 2008
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