En la llanura todo era tranquilidad. Los matorrales se balanceaban con el fresco viento nocturno, a la par que las altas hierbas. Ni un alma se alcanzaba a ver desde aquel cerezo coronado de esos hermosos pétalos que iban abandonando sus agitadas ramas de una manera caótica, pero a la vez ordenada. Las nubes dejaban entrever un firmamento oscuro, a través del cual parecía adivinarse el rincón más alejado del universo. La luna iluminaba éste pacífico paisaje, a veces tras las nubes, a veces asomada como si de una ventana se tratase. Desde aquel lugar parecía tomar forma la soledad más placentera y absoluta que cualquier mente pueda concebir. En ese sitio se sentía, como si nada pudiera romperla, la tranquilidad suficiente como para desear congelar el momento para vivir eternamente en él, y alimentarse de esa pureza.
Al alba todo acabó, pues la luz del sol no siempre significa un nuevo amanecer, pero ese lugar quedará guardado en la memoria, en el rincón más profundo donde será imposible para los demás recuerdos corromper su totalidad.
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